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En Afganistán Trump busca la paz y su reelección

Rusia, China, Irán y los talibanes permiten al presidente norteamericano alcanzar un acuerdo para sacar a las tropas del país asiático, pero el “Estado profundo” aún puede arruinar todo

por Eduardo J. Vior

Eduardo J. Vior

Después de 18 años de guerra, al acordar el pasado viernes 21 con los talibanes afganos el cese de las operaciones ofensivas durante una semana, los Estados Unidos comenzaron a recorrer el camino para salirse de su “peor desastre estratégico” (Foreign Policy, 21-02-20) en 45 años y para que el presidente Donald Trump en la campaña presidencial pueda mostrar que cumplió su palabra de 2016 de “traer a los muchachos de vuelta a casa”. Todas las potencias vecinas apoyan la tregua, pero todas ellas, también, aspiran a ocupar el espacio abandonado por los derrotados norteamericanos. Para no perder completamente pie en la región, entonces, este lunes 24 el presidente inició una visita estratégica a India.

Entre tanto, dentro del “Estado profundo” estadounidense son muchos los que no quieren abandonar el lucrativo negocio de la droga afgana y rehusarán firmar al presidente un cheque en blanco para su reelección. Dentro del país centroasiático, finalmente, la mayoría de los actores políticos teme que la retirada de EE.UU. reavive la guerra civil. Ante este oscuro horizonte sólo el sufrido pueblo afgano puede obligar a los numerosos contendientes a buscar la paz.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, llegó el lunes 24 a la ciudad india de Ahmedabad en su primera visita oficial al país asiático, siendo recibido por el primer ministro indio, Narendra Modi. El evento central de la jornada fue una manifestación multitudinaria en el que las autoridades congregaron a 100.000 espectadores para el «Namaste Trump». Por su tamaño, economía y ubicación, India es para EE.UU. un aliado fundamental para contrarrestar la influencia china en Surasia y Asia Central. Trump viajó luego a Nueva Delhi, donde centró su agenda en los asuntos comerciales. Obviamente, también la seguridad de la península y su entorno fueron motivo de tratativas entre los líderes.

Mientras tanto, desde el sábado está en vigencia en Afganistán un alto el fuego de siete días previo a la firma de un acuerdo de paz entre Estados Unidos y los talibanes, para tratar de poner fin a una brutal guerra de casi dos décadas, que ha dejado más de 100.000 víctimas civiles sólo en los últimos diez años, según estima la ONU.

El movimiento islamista talibán, las fuerzas estadounidenses y el ejército afgano se han comprometido a respetar una llamada «reducción de la violencia». Si este acuerdo se respeta, el próximo sábado 29 se firmará la paz entre EE.UU. y los talibanes quienes a continuación comenzarán a negociar con el gobierno afgano. Cientos de afganos festejaron este sábado en las calles este inicio del fin de la guerra.

La tregua de siete días es el resultado de más de un año de negociaciones entre ambas partes en Catar. El entendimiento prevé que Washington retirar a sus tropas del país centroasiático, llevándolas de unos 12.000 a 8.000 soldados. Los talibanes, además, se comprometieron a no cobijar a organizaciones «terroristas» como Al Qaeda. Además, luego del el acuerdo del día 29, ambas partes liberarán respectivamente a 5.000 prisioneros talibanes y a 1.000 norteamericanos y aliados.

Casi nadie en Afganistán se lamentó por la relegitimización del movimiento islamista y la perspectiva de que dentro de poco vuelva a gobernar el país (ya lo hizo entre 1996 y 2002). El Pentágono ha dejado en claro que continuará combatiendo al Estado Islámico, presente allí desde 2016, y a Al Qaeda, aunque no dejó en claro cómo evitará afectar a la población civil.

El acuerdo deberá soportar sabotajes internos y externos. Por ejemplo, después del asesinato de Qasem Suleimaní el pasado 2 de enero, Irán buscó golpear a los estadounidenses en Afganistán mediante sus aliados afganos. Incluso, a pesar de que los talibanes tienen una ideología cercana al wahabismo saudita, recientemente también son apoyados por su vecino iraní, al menos en las provincias occidentales fronterizas.

Decenas de dirigentes afganos hasta ahora apoyados por EE.UU., inclusive el jefe de gabinete Abdulá Abdulá, manifestaron su preocupación por no haber sido incluidos en la tregua y, probablemente, reclamen el inmediato retiro del país de todas las tropas estadounidenses. La fractura del gobierno de unidad nacional también amenaza la pacificación. Recién el martes 18 el presidente Ashraf Ghani fue declarado vencedor en la elección del pasado 28 de septiembre y el todavía jefe de gobierno Abdulá Abdulá ya impugnó los cómputos. Mientras que el presidente Ghani es un académico formado en EE.UU. y apoyado por éstos, Abdulá es el heredero de una casta de funcionarios de la antigua monarquía derrocada en 1973 que durante la guerra contra los soviéticos en la década de 1980 se ligó a los caudillos de la llamada coalición del Norte. Afganistán está segmentado en clanes, etnias, confesiones y liderazgos regionales, todos ello mezclado con el narcotráfico y la intromisión norteamericana, paquistaní, saudita, iraní y del EI.

Durante años los líderes talibanes se mostraron como humildes siervos de la causa islámica. Sin embargo, se han convertido en los principales traficantes de heroína y han creado empresas de construcción y transportes en Paquistán y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), para lavar el dinero del tráfico. Las mismas supuestamente sirven para financiar la resistencia, pero de hecho muchos dirigentes las usan para enriquecerse. Entre tanto, desde 2016 diversos jefes locales de los talibanes se sumaron al Estado Islámico.

A este complejo escenario hay que sumar la influencia de China. Beijing aprovechó su influencia sobre su estrecho aliado paquistaní, para facilitar las negociaciones entre los talibanes y EE.UU., pero evitando inmiscuirse en la política interna afgana, para no provocar reacciones norteamericanas contra su programa de la Nueva Ruta de la Seda. China tiene miedo de que cualquier interrupción en el proceso de paz afgano lleve a Donald Trump a retirar unilateralmente las tropas del país y que se desate una nueva guerra civil que, a su vez, podría alentar a cientos de militantes uigures a instalarse en Afganistán, para erigir allí una base desde donde amenazar a China. Así como Beijing trata de no inmiscuirse en la política interna afgana, impulsa a su aliado paquistaní a apoyar el proceso de paz. No obstante esta alianza, éste continúa bloqueando las conexiones entre India y Afganistán.

Un factor de inestabilidad suplementario lo representa el narcotráfico. Para acelerar la búsqueda del alto del fuego, la Casa Blanca omitió este tema, pero el hecho de que Afganistán sea el productor del 90% de la heroína consumida en el mundo no puede ser ignorado. Precisamente, entre 1979 y 2019 la producción de heroína creció veinte veces, en paralelo con las intervenciones norteamericanas en el país, y se convirtió en un monocultivo. Todo comenzó por la tolerancia de la CIA hacia el cultivo de la flor por parte de las guerrillas antisoviéticas en la década de 1980, pero rápidamente sus agentes descubrieron que el tráfico de heroína era un buen medio para financiar operaciones encubiertas que el Congreso de EE.UU. nunca habría autorizado.

De esta experiencia de intervención a extender el tráfico hacia otros teatros de operaciones había un solo paso. Muchas empresas se crearon para blanquear lo recaudado y grandes bancos internacionales participaron en el reciclado de estas inmensas riquezas. Hoy en día es impensable el tráfico de heroína sin la participación de las agencias norteamericanas y británicas. Si ahora EE.UU. relegitima a los talibanes y no quiere ahogar la economía afgana, deberá buscar la legalización y regulación del tráfico mundial de heroína, el único medio serio para controlarlo y reducir la epidemia de drogadicción.

Casi todas las potencias vecinas a Afganistán están de acuerdo con y esperan beneficiarse de la salida de los norteamericanos de ese país. En contra están los generales estadounidenses, la DEA y la CIA, porque se les acaba el negocio. Mucho sabotaje y muchas resistencias van a surgir de las propias filas norteamericanas y del Estado Islámico (EI). Donald Trump, en tanto, urge a los negociadores, para que hasta noviembre se retire aunque sea un contingente simbólico, suficiente para mostrar a sus votantes que está trayendo “a los muchachos de vuelta”.

El comienzo del repliegue estadounidense no va a traer la paz a Afganistán, sino muy probablemente una nueva guerra civil. Los talibanes, el corrupto gobierno de Kabul y los señores de la guerra se van a disputar el control sobre las exportaciones de opio. Aun a su pesar, las potencias vecinas van a tener que intervenir en el país. Sólo la cooperación entre todas ellas podría forzar a las facciones en pugna a buscar la paz. El riesgo del retorno de EE.UU. está siempre pendiente.

Los cientos de miles de muertos y los millones de víctimas que el país ha tenido en los últimos 40 años deberían haber servido, para demostrar que la epidemia mundial de drogadicción sólo se resuelve con la legalización y la regulación de este mercado, que EE.UU. sigue siendo la mayor superpotencia del globo, aunque muy vulnerable, si se le opone una voluntad nacional consecuente, y que, finalmente, no existe sustituto válido para la responsabilidad de cada país y cada sociedad de encontrar pacífica y concertadamente por sí mismos la solución a sus propios problemas. Pero a Donald Trump, probablemente, le interese más su reelección.

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