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Trump y Putin saltan el cerco

Si la próxima cumbre entre los presidentes de Rusia y EE.UU. tiene éxito, habrán derrotado gravemente al globalismo y fundado un nuevo sistema mundial

Eduardo J. Vior

Si Vladimir Putin y Donald Trump logran celebrar su planeada reunión en Helsinki el próximo 16 de agosto y armonizar sus contrapuestos intereses, se pondrá en marcha un nuevo sistema internacional basado en bilateralismos concatenados, aunque las resistencias dentro de ambas potencias serán enormes y los peligros que acechan, aún mayores.

La crisis migratoria como pantalla

En su discurso ante el Bundestag el pasado martes 3 la canciller alemana Angela Merkel unió –no casualmente- el riesgo de que EE.UU. desate una guerra comercial total con la urgencia de que la Unión Europea (UE) aplique una política inmigratoria común.

Hace tres semanas se desató una doble crisis política (alemana y europea) en torno a la acogida y distribución dentro de Europa de los cientos de miles de refugiados e inmigrantes que llegan a través del Mediterráneo. Para mediar en la crisis europea, en la cumbre de la UE que se celebró los pasados jueves 28 y viernes 29 de junio sus líderes alcanzaron un flojo compromiso. Allí se decidió erigir centros de recepción de refugiados que deriven a los recién llegados rápidamente hacia otros países, centros de tránsito en Libia y un programa de asistencia a la economía africana subsahariana por 500 millones de euros.

En Alemania, en tanto, el conflicto, que estalló en el seno del gobierno de coalición se centró en el ingreso al país de solicitantes de asilo que ya han pasado por otros países de la Unión. Finalmente, el fin de semana pasado se pusieron de acuerdo en instalar en la frontera con Austria centros de tránsito que reciban a los refugiados y en el lapso de 48 horas los devuelvan a los países europeos de primer arribo. Tanto uno como el otro compromiso son gestos demagógicos, para convencer al público alemán y europeo de que los políticos “hacen algo” para frenar la inmigración, pero sólo sirven para hacer más difícil la vida de los refugiados, no para disuadirlos de pagar fortunas a los traficantes, para poder llegar a Europa.

La guerra comercial como realidad y como amague

En realidad, el esfuerzo por evitar la dispersión de la Unión se dirige al venidero enfrentamiento con Trump y Putin por el lugar de Europa en la economía mundial. El próximo viernes 6 entra en vigor la suba de los aranceles de importación norteamericanos por un valor de 34 mil millones de dólares. Al mismo tiempo China aumenta los aranceles de importación sobre 500 productos norteamericanos. Europa recibe los golpes de ambos lados.

El gobierno chino no quiere agudizar el enfrentamiento y evita responder a las usuales provocaciones del presidente estadounidense. Sin embargo, analistas serios temen que el enfrentamiento tarifario afecte el crecimiento y la estabilidad de su economía, muy dependiente de las ventas al área del dólar. Claro que la potencia asiática puede dar batalla y propinar duros golpes a su adversario, pero a disgusto. Beijing preferiría alcanzar rápidamente un acuerdo duradero. Esto es lo que Trump quiere. Por eso sube el precio.

El presidente norteamericano rechaza el actual sistema multilateral de comercio y exige una serie de acuerdos bilaterales. No por casualidad el embajador norteamericano en Berlín, Richard Grenell, se reunió el miércoles 4 con los máximos jefes de Volkswagen, BMW, Daimler-Benz y Continental, para ofrecerles oficialmente no subir las tarifas para la importación de vehículos alemanes en EE.UU., si la UE hace lo mismo con los estadounidenses. La jugada puede meter una cuña entre los negociadores europeos, ya que la industria automotriz alemana se está reconvirtiendo a vehículos eléctricos, para abastecer a China, su principal mercado. Si Washington acuerda con ella, los europeos, a su vez, presionarán a Beijing para que ceda ante los norteamericanos.

La evolución del conflicto comercial dependerá en gran parte del resultado de la reunión que Putin y Trump mantendrán el próximo 16 de agosto en Helsinki. Además de las crisis en Ucrania y Siria, la expansión de la OTAN hacia el este de Europa y la economía ocuparán un lugar central en su agenda. Rusia necesita que EE.UU. levante las sanciones que afectan su comercio exterior desde 2014 y deje de vetar la construcción del gasoducto North Stream 2, con el que Gazprom pretende transportar el gas ruso hasta la costa alemana atravesando el Mar Báltico, para asegurar el aprovisionamiento del mercado europeo. Trump, por el contrario, quiere disputarle dicho mercado con el gas licuado norteamericano que llega a las costas atlánticas del continente.

Como el jefe de la Casa Blanca es muy crítico de la OTAN, cuya conferencia anual se reúne el 12 y 13 de julio en Bruselas, existe la chance de que ambos líderes concuerden en limitar la expansión de la alianza en Europa Oriental a cambio de repartirse el mercado gasífero europeo. En ese punto habría que ver qué rol reservan a las empresas del continente (Total, British Gas/Shell, RWE, ENI, etc.). Probablemente, Trump lo haga depender de las concesiones comerciales que obtenga de la UE, con las cuales también presionaría a China. El levantamiento de las sanciones contra Rusia, en tanto, depende del resultado de la elección legislativa norteamericana del 6 de noviembre. Para mejorar sus chances, precisamente, el norteamericano necesita que su amigo ruso la haga importantes concesiones.

La mera hipótesis de que ambos jefes de Estado se pongan de acuerdo al margen de los centros de poder nacionales e internacionales está aterrando al “Estado profundo” norteamericano y a la oligarquía rusa. En sendos editoriales, que parecen escritos por la misma mano, The New York Times y The Washington Post arremetieron el fin de semana pasado contra la planeada cumbre, advirtiendo contra el riesgo de que Donald Trump se deje arrastrar por su colega ruso a compromisos dañinos para la soberanía de EE.UU. y recordando la necesidad de castigar a Rusia por sus supuestas violaciones del Derecho Internacional.

Del lado ruso la situación es sólo un poco más sencilla por el inmenso prestigio que Vladimir Putin tiene en su población. Sin embargo, los oligarcas enriquecidos en la década de 1990 y representados en el gobierno por el primer ministro Dmitri Medvedyev prefieren medrar con la actual tensión internacional que una distensión internacional que permita el desarrollo productivo de Rusia. Ellos son extractivistas y especuladores financieros y no quieren que una industria en crecimiento amenace su poder.

El globalismo multilateralista se está hundiendo, pero las oligarquías y aparatos de inteligencia y militares que viven de la guerra permanente ofrecen una tenaz resistencia. Todavía no se reconoce claramente el perfil del nuevo orden internacional, pero sí queda claro que cada nación y cada bloque debe defender sus propios intereses, si quiere sobrevivir.

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